Mons. Paolo María Hnilica S.J. Obispo de Rusado (Romano Católico)

(Como en el caso del P. Vasile Axinia, en el último momento, debido a una enfermedad, al Obispo Hnilica no se le permitió viajar a Tierra Santa. Su discurso preparado fue leído en la conferencia)

Encontrándome aquí con vosotros, en Jerusalén, donde en la plenitud de los tiempos nació la Iglesia, y lugar hacia el cual –en la perspectiva escatológica- la Iglesia itinerante camina y se dirige, más que una conferencia, quisiera hacer una meditación o, mejor aun, una oración. Una oración triste por aquella única Iglesia de Cristo que el Hijo concretó en el tiempo según la modalidad pensada desde la eternidad por su Padre, tomando el ejemplo de los Apóstoles reunidos con María, madre de Jesús, unidos y perseverando en la oración.

Sí, hermanos, pienso que, mejor que perdernos en inútiles discusiones acerca de la diversidad y posible compatibilidad de las muchas iglesias de Cristo hoy existentes, es más útil hablar del ecumenismo, zambullirse en el pensamiento de la Santísima Trinidad, pidiendo con la sencillez de los niños poder conocer su proyecto manifiesto –o aun escondido para nuestro entendimiento- acerca de cómo debe ser la iglesia por ellos pensada desde la eternidad. Conscientes de que todos nosotros queremos pertenecer a esa única iglesia, y en aquel único modelo propuesto por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu queremos reflexionar sobre nuestra conducta y conformar nuestra fe.

Ya en el Antiguo Testamento, con la creación del hombre, comienza a tomar forma y a construirse aquel proyecto de la única iglesia de Cristo, que se revelará en la plenitud de los tiempos. Aquella plenitud de los tiempos de la cual celebramos este año el Jubileo del bimilenario.

En Génesis 3,15, leemos que Dios, después del pecado de los primeros padres, dice a la serpiente: “pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje; éste te aplastará la cabeza y tú le acecharás el calcañar.”

La mujer es la iglesia, la mujer es María; y la descendencia de ella es Cristo que forma una unidad indisoluble con su cuerpo místico: la iglesia, que quiere decir todos nosotros.

En efecto en Isaías 7,14 leemos: “Por tanto, el Señor mismo os dará una señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel…”, y en Isaías 11,1 –hablando de Cristo- “saldrá un retoño del tronco de Jesé…” Y en los versículos siguientes, Isaías enumera los modos de actuar y las características del renuevo que brotará del tronco de Jesé, diciendo: “descansará sobre él el espíritu de Yahvé; espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de conocimiento y temor de Yahvé. Su delicia consistirá en el temor de Yahvé; no juzgará según lo que ven los ojos, ni fallará según lo que oyen los oídos sino que juzgará a los pobres con justicia y fallará con rectitud a favor de los humildes de la tierra….”

Todo esto para decirnos que la grandeza de Dios está en su Kenosis (la renuncia de su naturaleza divina en la Encarnación), a la que hace referencia Pablo en Filipenses 2,5-8: “Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús; el cual siendo su naturaleza la de Dios, no miró como botín el ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.”

La grandeza de Dios está pues en humillarse para nacer de una mujer, como cualquier otro hombre. Llegando a ser nuestro consanguíneo, enaltece a María, la hija de la humanidad, que el Padre desde tiempos antiguos preparó y enriqueció con toda clase de gracias. Aunque era una de nosotros, se convirtió en la madre de Dios, realizando así una más íntima colaboración con el plan de Dios en relación con su nueva familia que es la Iglesia.

Isaías describe, en los versículos 6-9 del capítulo 11, como cambiará la relación entre los hombres y entre los seres vivientes, cómo la sabiduría del Señor llena la tierra como las aguas cubren el mar. Ya que en aquel tiempo sucederá que: “…habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará junto al cabrito; el ternero y el leoncillo andarán juntos y un niñito los guiará,…” “no habrá daño ni destrucción en todo mi santo monte…”

Luego están las profecías y las poesías de Oseas, de Isaías, de los Libros del Pentateuco –por citar algunos- que hablan del Dios de Jesucristo, ocupado –con pasión y celo- en preparar a su pueblo para recibir al hijo unigénito, cuando nazca de la Virgen en la plenitud de los tiempos; estipulando progresivamente con su pueblo, alianzas siempre más estrechas y comprometedoras.

Dice a Noé: “…He aquí que Yo establezco mi pacto con vosotros, y con vuestra descendencia después de vosotros; y con todo ser viviente que esté entre vosotros… no será exterminada ya toda carne con aguas de diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra…” Pondré mi arco en las nubes, que servirá de señal del pacto entre Mí y la tierra. Cuando Yo cubriere la tierra con nubes y apareciere el arco entre las nubes, me acordaré de mi pacto que hay entre Mí y vosotros y todo ser viviente de toda carne…” (Gen. 9,8-16).

Es así que se nos revela que Dios, desde siempre, ha pensado en la iglesia, como en su familia, a quien donarse, y con la cual desea convivir la misma vida de amor de la Trinidad. Y a Abraham, su amigo y nuestro padre en la fe:: “…No temas Abram; Yo soy tu escudo, tu recompensa sobremanera grande … uno que saldrá de tus entrañas, ése te ha de heredar.” Y le sacó fuera, y dijo: “mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas” y le agregó: “así será tu descendencia…” “Yo soy Yahvé que te sacó de Ur de los Caldeos a fin de darte esta tierra por herencia…” En aquel día hizo Yahvé alianza con Abram, diciendo: A tu descendencia he dado esta tierra…” (Gen. 15,1-21)
Y aún más: “…Yo soy el Dios Todopoderoso; camina en mi presencia y sé perfecto. Yo estableceré mi pacto entre Mí y ti, y te multiplicaré sobremanera…” “…Por mi parte he aquí mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham, pues padre de muchedumbre de pueblos te he constituido. Te haré fecundo sobremanera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti.” (Gen 17,1-9).

En el Libro del Deuteronomio, el Señor habla a su pueblo por boca de Moisés, diciendo: “Escucha Israel las normas que yo pronuncio hoy a tus oídos. Apréndelos y cuida de ponerlos en práctica. Acuérdate del día en el que compareciste delante del Señor tu Dios sobre el Horeb, cuando el Señor me dijo: Reúne al pueblo y yo le haré escuchar mis palabras, para que aprendan a temerme y así vivan sobre la tierra, y las enseñen a sus hijos…” “El Señor os habló de en medio del fuego; escuchabais el sonido de sus palabras pero no veíais figura alguna; había solamente una voz. Él os anunció su alianza, por la que os mandó observar los diez mandamientos, y los escribió sobre dos tablillas de piedra…” (DT 5,9-14)

Luego, en el Sinaí, el Señor se dirige directamente a Moisés, diciendo: “Tállate dos tablas de piedras como las primeras, sube donde mí, al monte y Yo escribiré en ellas las palabras que había en las primeras que rompiste… …Descendió Señor en forma de nube y se puso allí junto a él. Moisés invocó el nombre del Señor. El Señor pasó por delante de él y exclamó: “Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad; que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación…” “Mira, voy a hacer una alianza; realizaré maravillas delante de todo tu pueblo, como nunca se han hecho en toda la tierra, ni en nación alguna; y todo el pueblo que te rodea verá la obra del Señor; porque he de hacer por medio de ti cosas que causen temor. Observa bien lo que te mando hoy…” (Ex. 34,1-11)

Luego tenemos el afligido reclamo a la viña del Señor, del que leemos en Isaías 5,1-17: “…Voy a cantar a mi amigo la canción de su amor por su viña. Una viña tenía mi amigo en un fértil otero. La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita. Edificó una torre en medio de ella, y, además, excavó en ella un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agraces. Ahora, pues, habitantes de Jerusalén y hombres de Judá, venid a juzgar entre mi viña y yo: ¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo?… Pues bien, la viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantío exquisito…”

Por fin citemos a Oseas y su amor por la esposa infiel, imagen del pueblo de Dios que se postra ante los ídolos: “…¡Acusad a vuestra madre, acusadla, porque ella ya no es mi mujer, ni yo soy su marido!…” “Por eso Yo la voy a seducir: la llevaré al desierto halaré a su corazón. Le daré luego sus viñas, convertiré el valle de Acor en puerta de esperanza; y ella me responderá allí como en los días de su juventud, como en el día en que subió del país de Egipto. Y sucederá aquel día, oráculo del Señor, que ella me llamará: “Marido mío” y no me llamará más: “Baal mío”… …Haré en su favor un pacto el día aquel…Yo te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en justicia y equidad, en amor y compasión. Te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor…” (Os 2,14-22)

Llegamos así al Nuevo Testamento, en el que, 0 maravilla de las maravillas, con la encarnación de Cristo, se establece una alianza indisoluble entre Dios y la humanidad.

En el libro del Apocalipsis tenemos la descripción de la Jerusalén celestial, en la cual todas las promesas llegan a ser una realidad en plenitud:: “…Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado”… (Ap. 21,2-4)

Luego, en las cartas de Pablo a los Efesios y a los Colosenses encontramos abundantísimas referencias a cuáles son y deben ser las características de aquella única familia de Dios que es la Iglesia de Cristo.

En Efesios 1,3-23 leemos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo. Por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad. Para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. A él, por quien entramos en herencia,… En él también vosotros, tras haber oído la palabra de la verdad, la buena nueva de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia… …Pueda él iluminar los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cual es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo… Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo…”

En Colosenses 1,9-29: “por esto tampoco nosotros, dejamos de rogar por vosotros, desde el día que lo oímos, y de pedir que lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios; confortados con toda fortaleza por el poder de su gloria, para toda constancia en el sufrimiento y paciencia; dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró de poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en que tenemos la redención: el perdón de los pecados. Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades. Todo fue creado por él y para él. Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que él sea el primero en todo. Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos… Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios, al Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos… Al cual nosotros anunciamos amonestando e instruyendo a todos los hombres con toda sabiduría a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo (pero en el Cristo uno, no dividido)…” (Co 1,9-29)”

Y en 1 Corintios 12,4-14 leyendo: “Hay diversidad de dones, más el Espírit