por Padre Vladimir Zielinsky (ortodoxo ruso)

El gran pensador ruso del siglo XIX, Nicolás Fedorov, dice: “Nuestro programa social es la Trinidad”. Hoy podemos decir –y con razón—casi lo mismo: nuestro programa de reconciliación es también la Trinidad. Porque la esencia misma de la Trinidad es la relación y el amor. En el seno de la Trinidad, es lo mismo. Relación-amor une a las Tres Personas en el interior de la esencia divina, y nuestra fe cristiana, si intentamos descomponerla en elementos, consiste también en relación, amor, esperanza, gozo, temor, en la certeza de una cierta presencia y en asombro, en admiración. Comencemos por la admiración, ya que antes de reflexionar, debe uno saberse maravillar. Hace falta hacer una pausa y sumergirse en el silencio orador, afín de que el misterio Trinitario entre en nosotros y nos atraiga, nos abrace, nos una.

La admiración ante la Trinidad no es un sentimiento pasajero, sino una manera de dejar que se descubra en nosotros mismos. Si buscamos la unidad y la reconciliación en la admiración y la veneración contemplativa, llegamos también a la unidad en la admiración del misterio, vivido en común, y al final, podremos alcanzar, con la gracia del Espíritu, también la unidad en el pensamiento, en la experiencia y las fórmulas triadológicas que expresan lo incomprensible.

Voy a intentar aproximarme a lo incomprensible tal y como se ve y vive en mi Iglesia ortodoxa. Pero yo creo que la visión de Dios en su profundidad es común a todos nosotros. Desunidos en los razonamientos, estamos secretamente unidos en esta indecible unidad que se manifiesta abiertamente o secretamente. La vía hacia la reconciliación está aquí, en el camino hacia el misterio que se encuentra en el origen de lo humano.

Partamos, pues, de lo visible y vayamos a la revelación de lo invisible, sobre las huellas de la luz y como punto de partida, hagamos nuestras las palabras de San Juan, al principio de su Evangelio.
“A Dios nadie le vio jamás Dios
unigénito, que está en el seno del Padre,
Éste le ha dado a conocer” (Jn 1.18)

I. Las imágenes de Cristo

“Éste le ha dado a conocer”. Uno entra en el abismo de la Trinidad por la puerta del Hijo Único.“Yo soy la puerta de las ovejas”, dice Jesucristo. Estas ovejas son nuestras almas, nuestros cuerpos, nuestros pensamientos. Por esta puerta, el abismo se abre y Dios entra a instalarse en la familia humana. Cristo es la puerta de la visión, porque Él es visible, uno puede escuchar su voz, uno puede casi tocar su mano. Pero cuando uno se acerca a Él, uno toca lo insondable. Uno entra en el misterio, en lo inefable.

Nosotros los hombres vivimos junto a este misterio, en su frontera. Él nos solicita por todas partes. Uno no puede comprenderle ni mediante los pensamientos que reflexionan sobre él, ni por las palabras que buscan describirle. Pero todo aquello que nos hace hombres arraiga en Cristo y en el abismo que Él desvela, descubre o revela. Gracias a Él, estamos dotados de nuestros conceptos del bien y del mal, de imágenes de la belleza y de la fealdad, de presentimientos del paraíso y del infierno. Este abismo escondido en nosotros es la patria de nuestra nostalgia y de esta interrogación angustiosa ante la muerte que es propio del hombre. Todas estas cosas humanas están como alumbradas desde el interior por esta luz que llega del fondo del misterio. Todo lo que es verdaderamente humano puede ser su mensajero directo o discreto.

>«El verbo era la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1.9). La luz toca a cada uno de nosotros, pero a menudo es inescrutable. Pero la luz no es un enigma a descifrar. Y ella no se deja alcanzar por las tinieblas. Y por esta razón, el ojo que está acostumbrado a la confusión y a las tinieblas la perciben con dificultad. Es el corazón quien la reconoce primero porque la luz ilumina en su profundidad. Pero ella deja huellas de su presencia, de su morada, por todas partes. La luz habla. La Palabra se ilumina del interior del silencio, el rostro se concreta en el fondo del misterio. Ese rostro interior está grabado sobre cada ser humano. Es como un mensaje personal a cada uno de nosotros. A menudo permanece en el anonimato, cuando no le queremos ver, pero de su anonimato, nos llama al diálogo, al reconocimiento. Nos observa, nos examina, nos escucha. Se revela sin cesar, pero para el encuentro verdadero, hace falta elegirlo, dar un paso hacia el, hace falta decirle: Tú.

El Misterio, la Luz, el Rostro – estas tres palabras son las que me vienen primero a la mente cuando pienso en la experiencia inmediata de Dios. Estos son comunes a todos. Cada cristiano sabe que somos elegidos por Él como Sus amigos, Sus hermanos, Sus conciudadanos que viven en la misma tierra y que están destinados al mismo cielo. Nuestra fe proviene del reconocimiento, del encuentro.

El hombre es creado como aquel que se debe encontrar con otro. Este encuentro es más íntimo que cualquier otra intimidad, y al mismo tiempo, es social. En la palabra de Cristo, cada uno puede reconocer a otro que se convierte en su prójimo, su hermano, y así, todos nos hacemos la fraternidad de la palabra. “He hablado abiertamente al mundo”, dice el Cristo y cada uno Le puede entender. Jesús habla abiertamente al mundo y secretamente en los corazones. Así, la palabra que “estaba al principio con Dios” realiza el sacramento de la persona humana. “La Luz que está en ti”(Luc 11.35), la imagen de Dios, el rostro de Cristo en el fondo de nuestro ser, “constituye” ese comienzo de lo divino en el hombre. Estamos siempre en camino hacia esa fuente o hacia Cristo que se deja encontrar, descubrir de nuevo.

¿Cuántos descubrimientos se han hecho durante estos veinte siglos? Se pensaba que el cristianismo había sido derrotado en el siglo XIX; en el siglo XX, los ideólogos paganos pudieron festejar su triunfo pero hoy, al comienzo de un nuevo milenio, se hace más evidente que el siglo venidero (como por otra parte todos los siglos tras la Encarnación) será el de Cristo.

El Evangelio no está aún predicado en el mundo, no en el sentido geográfico, pero en su plenitud, en su profundidad, en toda su gracia desconocida. Parece que Cristo se arrincona a veces en la sombra de la historia, se deja expulsar, se deja ridiculizar, para manifestarse de nuevo de forma inesperada, en la luz nueva. El jugo de sus palabras es más fuerte que la “sabiduría de este siglo”; sus brotes traspasan todos los sistemas de pensamiento, incluso aquellos que se denominan cristianos. Me viene a la mente las palabras de Teilhard de Chardin, cuando dice que tras cada crisis en la historia, Cristo reaparece con profundidad insólita, con luz nueva. Esto será en el futuro hasta el momento en el que venga, porque no son los hombres los que han creado a Cristo sino el Padre les ha creado en Su Hijo y les ha dado un destello de Su Espíritu. Y el Espíritu será la madre que renacerá en nuestras almas –en la santidad inesperada, en el descubrimiento nuevo – el Cristo que hoy y en todos los siglos es el mismo, el que salva, el que une.

II. El Espíritu Santo y la transmutación de los dones

« Felices los que han creído sin haber visto… » dice Cristo.

Nuestro conocimiento de Cristo se parece a la imagen dibujada por Aquel que verdaderamente Le conoce. “Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo” (Mt 11.27). Este acto de la revelación querido por el Padre, es la acción del Espíritu Santo. Los nombres del Cristo que encontramos en nuestra memoria, en nuestro corazón, son los nombres dados por el Espíritu Santo. Nuestra experiencia del Espíritu Santo es la manifestación del Espíritu Santo. Pero se mantiene siempre invisible, inaccesible.

El nombre de Dios está fuera de todo lo que el hombre es capaz de decir con la boca o de definir con su pensamiento. Nuestros hermanos judíos o musulmanes tienen mil veces razón por protegerlo. Pero hay palabras mensajeras, las palabras iconos, las palabras que unen el fuego que ha creado el mundo con su belleza, y este pequeño destello de la fe encendido en nosotros. La primera de esas palabras es el amor. No se trata de la afección sentimental sino de un vínculo que nos une, a nosotros los mortales, con el Dios incomprensible e indefinible, como dice la liturgia. Se trata de cierta sustancia misteriosa común que existe entre Dios y nosotros, de la verdad que es una para el cielo y para la tierra, del milagro de la presencia de Dios entre nosotros. Él está presente, no como un concepto lejano, sino como un amigo, un hermano, un salvador. Ese vínculo que nos une, ese milagro de la presencia, este abismo de amor se llama el Espíritu Santo.

Cuando invocamos el nombre de la Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no confesamos solamente una cierta visión de Dios, sino que ya estamos en el centro de ese misterio, abierto ante nosotros. Y estamos ya unidos en el amor “derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo”como dice San Pablo (Rm 5.5). Eso que nosotros llamamos la revelación consiste en esta efusión misteriosa del amor, descubierta por el Espíritu Santo.

Espontáneamente, respondemos mediante la gratitud. Pero la gratitud al amor es también la acción del Espíritu. El Hijo que descubre al Padre a través del Hijo es también la acción del Espíritu Santo. El corazón que se purifica para dar espacio a Dios es la acción del Espíritu. Estas acciones son los tres componentes de nuestra fe. Pero la fe es ante nada la respuesta al amor. El Espíritu desvela al Padre. El Espíritu despierta nuestra memoria. El Espíritu sugiere las palabras de la oración. El Espíritu es el intercambio de dones entre Dios y nosotros, de nuestros dones pequeños, de nuestros esfuerzos minúsculos y de los inmensos dones de Dios que nos superan.

El milagro del cristianismo consiste en la presencia de Dios entre nosotros. No es que meramente “Dios está en los Cielos y que todo tú estás en la tierra”que es el principio de todas las religiones monoteístas, sino que Dios está entre nosotros, con Su Palabra, Su gracia y Su amor metido en nuestra memoria y en nuestro corazón.

No somos dignos de servir en esta in-habitación a causa de nuestros pecados, nuestras debilidades y nuestros límites ante el Señor, y al mismo tiempo, estamos admitidos en el Santo de los Santos. Jesús dice: “Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él, y moraremos en él” (Jn 17.23). La tradición oriental entiende esta morada en el sentido más personal y concreto, como la morada de Dios, construida con nosotros y en nosotros. Escuchemos la liturgia ortodoxa; puede ser asemejada a la creación de la morada de Dios en la comunidad de fieles y en el corazón humano. Esta construcción se lleva a cabo por medio del arte, de la oración, incluso de nuestros sentimientos. En el sentido sacramental, esta morada se construye con la trasmutación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Pero la Eucaristía sacramental es el signo de la Eucaristía de la creación de la que hablaba el teólogo católico Teilhard de Chardin y el teólogo ortodoxo Jean Ziziulas. La Eucaristía en su sentido directo y espiritual es la gratitud del hijo o de los hijos que se acuerdan del sacrificio eterno del Señor. Esta memoria se transforma en el sacramento, en la unión corporal y espiritual con nuestro Dios. Estamos en la morada de Jesús y de su Padre o en la unión del amor, es decir, en el Espíritu Santo que cambia, que transforma, que realiza esta unión.

¿Qué es lo que hace el Espíritu Santo? Él entra en el amor y el deseo del hombre y de la mujer creando un nuevo ser humano, otra alma, otro templo de Dios. Él toca el rostro del animal dotado de pensamiento, se hace un rostro humano con su belleza, con su enigma, con sus ojos, que han encontrado la mirada de Dios. Él desciende sobre el simple alimento humano y se transforma en la morada de Dios, Su Cuerpo y Su Sangre, Su sacrificio y Su amor.

La palabra-clave de esta acción, de este cambio inaudito, es la transmutación.

La transmutación de las palabras humanas en la Palabra del Señor.
La transmutación de nuestros frágiles recuerdos en la memoria sagrada.
La transmutación de nuestros pensamientos y emociones en el misterio de la fe.
La transmutación de la comunidad de los fieles en la Iglesia.
La transmutación del amor humano en el templo del Espíritu Santo.
La transmutación de nuestro alimento en el sacrificio del Señor.

Cada vez, la nueva realidad aparece y se construye de elementos de este mundo. Esta realidad terrestre temporal tiene sus raíces en otra realidad, eterna y celeste, que nos supera infinitamente. Ella une, sin confundir las dos categorías del ser, y crea una nueva realidad, insólita, divino-humana, la que trae el mensaje principal del cristianismo: Dios nos ha dado el don de la transmutación de su existencia en nuestra vida y ese don se realiza siempre con la acción del Espíritu. La acción del Espíritu significa que lo que Dios nos da, se une al hombre y se hace divino. La transmutación más radical es la que nos hace a nosotros mismos ciudadanos del Reino.

En el largo y difícil proceso de la transformación de nuestras almas y de nuestros cuerpos para prepararlos para el Reino, una parte pertenece al hombre, otra a Dios. El hombre se hace colaborador de Dios y participa en la obra común, en este trabajo de la transmutación o de la transfiguración de la humanidad en Cristo. Pero para que esta tarea se pueda realizar, hace falta que se produzca otra transmutación: la de las comunidades divididas, a menudo opuestas, en una familia unida.

The Spirit makes Christ present and near, but glorified Christ sends us the El Espíritu hace que Cristo se haga presente y cercano, pero Cristo glorificado nos envía el Espíritu. Se trata de dos misiones recíprocas de esas dos manos del Padre, como dice San Ireneo. La Iglesia ortodoxa afirma que el Espíritu proviene del Padre y se convierte en el esplendor del Hijo pero el Espíritu ilumina al Hijo no solamente junto al Padre, sino también en nosotros, en nuestros corazones, en nuestras vidas. El Espíritu penetra en nuestra conciencia y crea una especie de reciprocidad, de correlación, es decir, la capacidad de conocer al Hijo, y a través del Hijo, al Padre. Ahora bien, el verdadero conocimiento no se produce si no es en la reunión conciliar de nuestras almas, de nuestras conciencias, en el sacramento de la reconciliación ante el Padre común.

III. La revelación del Padre en el espejo de la liturgia

Hay miles de reflejos y reflexiones del Padre invisible en la realidad accesible al hombre. “Los cielos cuentan la gloria e Dios y la obra de sus manos anuncia el firmamento; el día a día comunica el mensaje, y la noche a la noche transmite la noticia”(Ps 18.1). Si prestamos el oído al conocimiento transmitido por el cielo, por los días, por las noches, por las montañas, las nubes, los ríos, la hierba, diremos que el Hijo lo ha hecho aparecer, lo ha encarnado por todas partes, que el Espíritu invisible lo ha hecho presente en la gloria del ser. Pero elegimos aquí a un hombre orante como testimonio del Padre, un hombre de litúrgico como Su hijo que ama Aquel a quien él conoce, “como si él viese lo invisible”, según la palabra de San Pablo.

En el espacio de la liturgia bizantina, creado por la oración y la experiencia espiritual, podemos acercarnos al Padre, decirle “Tú”, como el mismo Cristo le llamaba. El milagro de la liturgia que no se abre más que a los ojos de la fe es nuestro futuro, el Cuerpo de Cristo, es decir, en la transmutación de nosotros mismos. Y como Su Cuerpo, llegamos a ser videntes, del misterio Trinitario se revela ante nosotros. La oración nos transmite el conocimiento de Aquel que puede ser conocido. “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo” (Mt 11.27)

El Hijo nos revela al Padre en el lugar y en el tiempo en el que Él mismo está presente. Hay un millón de formas de acercarse al Padre (por medio de la belleza, de la sabiduría de la creación, el rostro humano), pero para no caer en palabras vagas y usadas, asumimos la forma real, la de la liturgia oriental. Aquí uno se acerca al Padre en la intimidad increíble y temible. Aquí estamos tan cerca de Él que estamos constreñidos, como Moisés, de “cubrirse el rostro, porque temía ver a Dios”(Ex 3.6). Pero es la liturgia misma la que nos da el valor, ya que es Cristo quien contempla al Padre por medio de nuestros ojos, es Cristo quien ora por medio de nuestras palabras.

Pero veamos desde más cerca las etapas (simbólicas y aproximadas, por supuesto) de esta revelación del Padre tal como se desarrolla en la celebración de la eucaristía.

La primera parte puede ser llamada liturgia de la memoria. El rito de la preparación (o de la Prótesis o de la proscomidia) está dedicada por entero a la conmemoración celebrada. La oración, dicha por el Sacerdote, reúne a toda la Iglesia alrededor de Cristo a partir de la Madre de Dios y de San Juan Bautista hasta todos nuestros seres cercanos, vivos o muertos, todos aquellos que viven en nuestra memoria y en nuestro corazón. Y con Cristo, representado por el Cordero (un pedazo de pan que será consagrado), todo Su rebaño está presente ante el Padre invisible:

Bendícenos y santifícanos, bendice Tú mismo estas ofrendas, acéptalas en Tu altar celestial” ora la Iglesia, Cristo a la cabeza, porque es el Padre el destinatario de todas la oraciones litúrgicas y del sacrificio mismo. El Padre nos contempla, nos escucha, nos acoge. Se adivina Su cara a través del“espejo oscuro” (1 Co 13.12) de nuestras palabras, de nuestras suplicaciones, y esa cara es del amor y de la compasión.

En esta agrupación de nombres y de recuerdos, la memoria se hace un sacramento, signo de la unidad… y de la división. Las “otras ovejas que no son de este rebaño”,como dice Cristo (Jn 10.16) se olvidan, dejados afuera. Por esta razón, cada liturgia, para mí, como celebrante, es la llamada silenciosa y urgente a la reconciliación no solamente en nuestros sentimientos, sino en el Cuerpo místico y sacramental del Cristo.

Procedemos hacia la liturgia de la Palabra; en la Iglesia ortodoxa, se llama la liturgia de los catecúmenos, pero yo la llamaría antes la liturgia de la iniciación. Ahora somos introducidos, llevados, iniciados en la visión de la “nueva criatura” o renovados en Cristo. Mediante las palabras del Salmo 102, entramos en el diálogo orante del hombre con su alma llena de admiración y de asombro. “Bendice a Yahvé, alma mía, del fondo de mi ser, su santo nombre”.El hijo descubre y confiesa al Padre por medio de Sus obras. Enseguida, la liturgia proclama la revelación de Cristo (O, Hijo único, el Verbo del Dios Inmortal, par nuestro bien, Tú has querido encarnarte…) y algunos minutos después, el coro canta las Bienaventuranzas. Cada bienaventuranza es como un reflejo que nos deja ver la realidad de los Cielos en el secreto del corazón humano. En las bienaventuranzas, anticipamos nuestra transfiguración de hijos del Padre en el único Hijo. “Oramos ahora en Cristo y Él con Su Espíritu Santo ora en nosotros, que nos hemos reunido en Su nombre” (P.A. Schemann). Y esta plegaria realiza en si la unidad iniciada.

La liturgia de los catecúmenos se realiza en la metanoiaque significa el cambio de corazón. De este cambio parte el comienzo de la liturgia de los fieles que me atrevo a llamar la liturgia de la adopción. Se trata de la adopción cabe el Padre en Cristo que nos hace descubrir el rostro del Padre invisible. Nos acercamos a Él como los ángeles. –“Nosotros que representamos místicamente a los querubines…”, canta el coro. Vemos el rostro del amor como Cristo lo ha visto, porque somos adoptados por el Padre en la Eucaristía. “El alma, dice San Máximo el Confesor, con la dignidad igual a la de los santos ángeles, es conducida a la adopción según la gracia mediante la identidad semejante.”

Esta identidad con Cristo es un punto central, el más misterioso e increíble, de toda la acción litúrgica. Aquí se revela el misterio de la Iglesia como comunión y adopción. Entramos en este misterio por el sacramento de la Eucaristía, a través de la transmutación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La adopción es un misterio de la identidad eucarística y espiritual, por la gracia de la transmutación los hombres de Cristo, por la transfiguración de los miembros de la Iglesia en Cuerpo de Cristo. “El Hombre espiritual es la Iglesia, continua San Máximo el Confesor. Y la Iglesia mística es el hombre.”
En la fórmula de l’anámnesis tras las palabras de Cristo:“Tomad, comed…” siguen las palabras del Cristo mismo dirigidas al Padre:“Las cosas que Tú has elegido como Tuyas, nosotros Te las ofrecemos en todo y por todos.”El sacrificio de Cristo se ha convertido en nuestra ofrenda en la liturgia, entramos en comunión mística, espiritual, sacramental con el Padre mismo.

La revelación del Padre está abierta en la Iglesia, ahora bien, a menudo estamos por fuera. La presencia de Cristo es revelada, pero, sin Cristo que vive en nosotros, en nuestros corazones, podemos cegarnos a Su Presencia. La liturgia hace una gran pregunta al hombre: ¿quién eres tú? ¿de dónde eres? ¿con quién estás? ¿con Cristo o con su enemigo? ¿Estás verdaderamente unido y reconciliado con tu prójimo, tus hermanos, los otros? Pero estas preguntas proceden de respuestas que ya han sido dadas. La liturgia nos hace entrar en el seno del Padre y nos propone una imagen triple del hombre: un pecador que se arrepiente, un ángel que sirve a la gloria de Dios y un Cristo que conoce a Su Padre y nuestro Padre del interior, en Espíritu.

En la aproximación trinitaria se aclara el reto de la unidad. Hay tres maneras de solucionar este problema. Podemos continuar nuestras largas discusiones teológicas y pedir la solución aún durante miles y miles de años. Uno puede proclamar la unidad y la reconciliación con los sentimientos más bonitos como si todas estas divisiones seculares no hubiesen existido nunca y las diferencias no fuesen más que las invenciones de algunos medievalistas retrasados. En un arranque de entusiasmo, se puede firmar un contrato que declare la unidad y la reconciliación a partir de mañana, de pasado-mañana, de la fecha que nos convenga.

Por último, se puede penetrar en el misterio del otro, en la intimidad de su relación con Dios, en su visión de Dios, y buscar compartirla, vivirla realmente. Es aquí, en el espacio íntimo de la oración, de la contemplación, del asombro y del arrepentimiento, que la llamada del Esposo divino, de la Trinidad, de Cristo, dice en nuestro corazón: “Que todos sean uno, como Tú, Padre estás en mí y yo en ti, para que sean perfectamente uno, como nosotros somos uno, para que el mundo crea…”(Jn 17.21)

Os he planteado la visión ortodoxa de la Trinidad y os invito a compartirla conmigo. Esto no quiere decir que me niego a acceder a otros puntos de vista; al contrario, pero pienso que la reconciliación verdadera, antes de ser celebrada en lugares grandiosos, debe concluirse en la casa de cada uno.

Esto quiere decir que la unidad en la Trinidad, la reconciliación un poco más fuerte y profunda que la del entusiasmo o de las fórmulas teológicas, debe partir del misterio compartido y vivido en común. Debemos abrir nuestros corazones e incluso nuestro foro interno unos a otros, empezar por el amor a los otros. Pero el amor, como hemos dicho, es ya la comunión a la Santa Trinidad. La clave de la unidad se encuentra en nosotros, en la misma vida Trinitaria, con la cual comulgamos. Hace falta que la encontremos en los corazones abiertos a la Trinidad que ya nos ha unido. “Porque allí donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón,”dice Cristo. Porque en la reconciliación de los corazones, Él mismo celebra el sacramento de la unidad.