Fray Francisco Eloy (sirio ortodoxo)

I. El Antiguo Testamento

El Reino de Dios es uno de los temas centrales del mensaje profético. Su comprensión viene de lo más profundo del Antiguo Testamento. El énfasis que se da a este tema de Dios, como rey y juez escatológico, data de los tiempos en que Israel estaba influido y ocupado por naciones extranjeras.

Los profetas anunciaron el “Día del Señor” como “el día del juicio final” y “el día de la retribución” contra la injusticia y la inmoralidad (Is 2,12-21, 61.2; Jr 46.10;Sf. 1. 14-18), interpretando la situación de Israel debida a su desobediencia a los Mandamientos de Dios, en sus decisiones políticas y étnicas (Deut 30.11-20)

No obstante, ira y retribución no son en sí mismas el propósito del juicio de Dios. En realidad, mediante el juicio Dios sólo quiere restaurar la justicia y la rectitud, estableciendo Su Reino ante los ojos de Israel y los del mundo. Dios empieza la nueva alianza con el pueblo, con la mirada puesta en influir en todas las naciones del mundo. Así, se alzaría una comunidad renovada y todo el mundo experimentaría paz, justicia y armonía.

El Reino de Dios será eterno y universal. El Antiguo Testamento declara que Yahvé es el verdadero rey de Israel, y alaba a Dios por ser la suprema autoridad, no sólo sobre el pueblo de Dios sino sobre toda la creación: “El Señor está en lo alto sobre todas las naciones, y su gloria sobre los cielos” (Salmo 113,4). A pesar del horizonte sombrío del pueblo de Dios y de la historia del mundo, la visión del reino escatológico se convierte en una fuente de esperanza. Dios ya ha sido entronizado como lo fue ayer, aunque la revelación completa de su gobierno está todavía por venir. Él tiene la última palabra. El futuro le pertenece.

II. El reino de Dios en la vida y ministerio de Jesús de Nazaret

El mensaje profético de la soberanía liberadora de Dios es plenamente asumido en el Evangelio de Jesús, que también retó la comprensión contemporánea del Reino. Los caminos de Jesús no se pueden entender sin una nota escatológica que es fundamental para ello. Sus enseñanzas y su ministerio de curación presupone que la hora final ha llegado: “El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios está al alcance: arrepentíos y creed en el evangelio” (Marcos 1.15).

El testimonio del Nuevo Testamento, en sus muchas voces, confirma unánimemente mediante la luz de la Pascua, que este mensaje es verdadero: en la persona y mediante Jesús de Nazaret la soberanía de Dios “hecho carne” una vez por todas. En Jesús, el reino de Dios estuvo y todavía lo está “dentro de nosotros” (Lucas 17.21). La realidad del Reino se materializa en la persona y obra de Jesús Cristo, crucificado y resucitado. El mensaje de Jesús es, fundamentalmente, las buenas nuevas del Reino, con sus reivindicaciones y sus promesas liberadoras.

Los mensajes de Jesús

El mensaje de Jesús es comunicado a menudo mediante parábolas. Hablando en general, la gente que escucha a Jesús tiene que comentar con Él la parábola, para enfrentarse con su reto, aceptando libremente o no la soberanía real de Dios. La mayoría de las parábolas tratan del misterio del Reino y atraen la atención del que escucha con innumerables elementos de sorpresa.

El Sermón de la Montaña contiene muchos elementos que pertenecen al Reino de Dios. En las Bienaventuranzas, Jesús promete la felicidad del Reino a aquellos que están percatados de sus necesidades: el pobre, el hambriento, aquellos que lloran, los que son odiados (Lucas 6.20-23); el pobre de espíritu, los afligidos, los humildes, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los que hacen la paz, y los perseguidos por la justicia (Mateo 5,3-12).

La obra poderosa de Jesús

La obra poderosa de Jesús, junto con Sus palabras, hacen del Reino de Dios una realidad presente. Esto es lo que se puede ver, por ejemplo, en los milagros de curación, que fueron comprendidos como señales del Reino, no sólo por extraños, sino también por el mismo Jesús: “Pero si yo echo demonios por el Espíritu de Dios, entonces el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (Mateo 12,28). Además, e incluso más profundo que eso, la soberanía de Dios es realizada no sólo en la acción de Jesús sino también en Su destino pascual, en la cruz y en la resurrección. El testimonio claro del Nuevo Testamento muestra que en la senda de Jesús de Nazaret, desde el pesebre a la cruz y a la tumba vacía, el Reino de Dios está ya dentro de nosotros. Jesús no sólo enseña, sino que Él también lleva a cabo y da ejemplo de lo que dice.

Señor Jesucristo, perdónanos por nuestra falta de confianza en Ti, por nuestra falta de esperanza en Tu Reino, por nuestra falta de fe en Tu Presencia, por nuestra falta de confianza en Tu Misericordia, Señor Jesucristo, rómpenos, pues somos orgullosos.
Fortalécenos, pues somos débiles. Danos humildad, pues confiamos en nosotros mismos. Llámanos por nuestro nombre, pues sin Ti estamos completamente perdidos.

Los cristianos proclaman en el segundo artículo del Credo de Nicea que “Él vendrá de nuevo en gloria”. Cuando nosotros proclamamos que Cristo volverá, afirmamos nuestra fe en una historia que no terminará en el caos sino en Quien empezó, el Alfa y la Omega.

Esta perspectiva de esperanza es expresada con especial énfasis en el último libro de la Biblia, el Libro de la Revelación. Su promesa escatológica concierne a todos los que ahora sufren. “Y Él secará toda lágrima de sus ojos, y no habrá más muerte, ni habrá aflicción, ni llanto, ni más dolor” (Rev 21.4). Las comunidades humanas serán vistas también a través de la luz de la esperanza. La visión de la “ciudad santa”, la “nueva Jerusalén” y “los nuevos cielos y la nueva tierra” da luz e instruye nuestras responsabilidades y esperanza. No es una visión idealista. Nosotros no somos los arquitectos de la nueva Jerusalén, que no será construida por seres humanos. Esta es la ciudad de Dios. La voz de Dios Mismo pronuncia la promesa: “Yo hago todas las cosas nuevas” (Rev 21.5). Una vez que hemos sido liberados por esta promesa podemos continuar nuestra peregrinación hacia el Reino, sin ninguna ilusión utópica, sino con una esperanza alegre. La última palabra pertenece a Dios. El futuro pertenece a Dios. El juicio final es también de Él.

Los temas sobre el juicio y el arrepentimiento han sido de la mayor importancia para la comprensión de las dos metas del estudio, unidad y renovación en relación a la Iglesia. Los cristianos proclaman en este punto del Credo que Cristo “juzgará a los vivos y a los muertos”. No obstante, la visión del juicio final nos da confianza de que la causa de la justicia, tan pervertida en nuestro mundo pecador, será asumida y restaurada por el poder de Dios. Los asesinos no triunfarán por siempre sobre sus víctimas.

Nosotros experimentamos en nuestra vida humana una gran tensión entre la justicia y el amor. Según el testimonio de la Biblia, justicia y amor no se pueden separar. Los seres humanos no son justos; solo El Juez es justo. Los seres humanos no pueden escapar de sus propias responsabilidades a la vista del pecado, pero pueden afrontar el juicio confiados del amor misericordioso y perdonador de Dios, que es revelado por una comprensión predominante de la transcendencia del ser humano.

La búsqueda de la unidad visible está relacionada con el vencimiento de la división humana y la satisfacción de las necesidades humanas. La unidad de la Iglesia no es sólo funcional, sino que además debería reflejar la unidad misma y el amor unificador de Dios. Cuando se relaciona unidad y misión, servicio y participación en los sufrimientos de la humanidad, nosotros expresamos precisamente el amor de Dios, que llamó a la Iglesia a la existencia, para ser una señal, y para ser la anticipación y el instrumento de la nueva humanidad en el Reino de Dios.

La perspectiva del Reino supone, en segundo lugar, que la Iglesia debe ser reconocida verdaderamente como parte del mundo, pues está hecha de la misma “materia”, aunque no sea del “mundo” (Jo 15,19). Lo que es reconciliado y renovado en la Iglesia es, en realidad, el “mundo” separado de Dios. Esto es por lo que el proceso de renovación fluye continuamente hacia atrás hasta el mundo, y regresa inmediatamente hacia la redención final. Pero en el mundo hay también fuerzas incontables y bastante activas, que se pueden ver, a través de los ojos de la fe, como expresiones del constante cuidado de Dios por Su Creación. Cuando la Iglesia las reconoce, su responsabilidad específica y su propia misión son encontradas inmediatamente, cuando es fiel a sí misma y conducida por el Señor, “la Iglesia no teme ir fuera de los márgenes de la sociedad, y no tiene miedo de ser confundida o afectada por el calendario del mundo, sino que se siente confiada y capaz de reconocer la presencia de la acción de Dios en estos lugares. Según la medida en que la Iglesia da testimonio de la consumación final, que es también la del futuro del mundo, aguanta los problemas del mundo con solidaridad y esperanza.

Cuando trata de corregir estas distorsiones la Comunidad Cristiana encuentra inspiraciones en Jesús Mismo. Mediante los reportajes del Evangelio todos los contactos con Jesús conducen a los individuos y a la comunidad a una vida más abundante. Él es un maestro que no se impone sobre los demás. Él es un siervo sin servilismo. Cuando Santiago y Juan le piden un estatus especial en el futuro Reino, Jesús no les reprende por ello, pero les muestra que piensan como jefes políticos paganos para “imponerse” sobre sus súbditos. Él sugiere un modelo alternativo de poder que es la misión del Hijo del Hombre: servir en lugar de ser servido y dar Su vida en rescate de muchos (Marcos 10.35-45).

La Iglesia está llamada a seguir este modelo, con la ayuda del Espíritu Santo, en su vida de Comunidad Cristiana. Al hacer esto, se puede transformar en una señal y un instrumento de renovación de la comunidad humana, y en un fuerte testimonio de la voluntad de Dios de tal modo que los hombres y mujeres puedan tener una vida verdaderamente abundante.

Nosotros ofendemos a nuestro Dios, el Creador del cielo y tierra, y maldecimos la vida y nos maldecimos unos a otros. Hemos recobrado nuestros sentidos demasiado tarde, y no hemos acabado todavía. Nosotros hemos echado sobre nosotros mismos el severo juicio de nuestro Dios, infinitamente compasivo y misericordioso, debido a nuestra negligencia, injusticia y destrucción. Nosotros imploramos perdón y rezamos por un cambio profundo en nuestros corazones, un regreso radical a Dios y al sendero que nos lleva a la vida, abandonando la senda que nos lleva a la muerte.

Deberíamos vivir de acuerdo con el Espíritu Santo y captar Su Presencia en la Creación entera. Como dijimos antes, el Espíritu Santo habita en el Cosmos, Él da aliento a la vida y sintoniza nuestros corazones para que oigamos las pulsaciones de la tierra y la senda de la verdad y la belleza.

Por lo tanto, lo que se opone al Espíritu no es el mundo y las cosas terrenas, sino el pecado y el poder de la muerte. Nosotros tendremos siempre que empezar con veneración y respeto por todas las criaturas, especialmente los seres humanos, comenzando con aquellos que están en mayor necesidad. El Espíritu nos enseña a ir primero a esos lugares donde la comunidad y la creación languidecen de un modo más obvio, y a aquellos lugares melancólicos donde el grito de la gente y el de la tierra se mezclan. Allí, encontramos a Jesús que va delante de nosotros en solidaridad, y que va curando. Allí, nosotros recibimos y damos pan al hambriento, agua al sediento, risa al necesitado, consuelo al afligido. Y allí ofrecemos nuestro verdadero culto espiritual como miembros, uno al otro (Rm 12.13).

En segundo lugar, nuestras propias Iglesias deben ser el lugar donde nosotros deberíamos aprender de un modo nuevo que la alianza de Dios abarca a todas las criaturas, redescubriendo la dimensión egocéntrica de la Biblia. Esto significa un camino de vida modesto materialmente, que ama y trata a la tierra con amabilidad, del mismo modo como Dios lo hace.

Fray Francisco Eloy