Rev. Mariano Arellano. Pastor de la Iglesia Evangélica Española

Buenas tardes. Paz y bendición para cada uno de vosotros.

Doy gracias a Dios por la oportunidad de estar con vosotros en estos días tan especiales y también por el privilegio de poder compartir unas palabras con vosotros.

La organización de este evento me pidió un breve mensaje sobre “Como unir nuestras divisiones y traer paz al mundo”. La verdad es que desde el principio me pareció un enorme desafío abordar este tema que tiene unas implicaciones tan profundas.

Por algún motivo vino a mi mente la imagen de un camino por el que todos transitamos. El camino implica movimiento, es decir que no queremos quedarnos allí donde estamos, queremos avanzar en la vida, alcanzar nuevas metas personales y colectivas. Si somos personas de fe queremos madurar espiritualmente. Con independencia de nuestras creencias, todos queremos construir un mundo mejor, en el que se pueda vivir de un modo más digno y humano.

Me resulta realmente sorprendente que a lo largo de la historia los seres humanos hayamos mostrado tantas veces nuestra incapacidad para caminar juntos, y sobre todo me llama mucho la atención que esto sea también aplicable a aquellos que nos hacemos llamar cristianos, hijos de un mismo Padre y por tanto hermanos unos de otros.

Hay en los Evangelios un pasaje que puede ayudarnos a entender algunas de las claves que dificultan nuestra unión.

Se encuentra en el Evangelio de San Marcos, capítulo 9 y versículos 30 al 37.Por razones de tiempo, me gustaría leer tan sólo los versículos 33 al 35

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“Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, Jesús les preguntó: — ¿Qué discutíais por el camino? Ellos callaban, porque por el camino habían venido discutiendo acerca de quién de ellos sería el más importante. Jesús entonces se sentó, llamó a los Doce y les dijo: — Si alguno quiere ser el primero, colóquese en último lugar y hágase servidor de todos.”

Las narraciones e historias de los Evangelios tienen la enorme habilidad de transmitirnos verdades profundas usando imágenes muy sencillas y cotidianas. Concretamente en este breve pasaje podemos encontrar un reflejo de toda la historia de la iglesia cristiana en el mundo.

Veamos el texto un poco más de cerca. Los discípulos siguen a Jesús en el camino, igual que hacemos nosotros… Pero ellos habían estado discutiendo en el camino. Quizás tendrían que haber prestado más atención a las enseñanzas de Jesús, pero se dedicaron a discutir entre ellos; y lo hicieron al margen de Jesús. Fíjate bien que el Señor no participó de estas discusiones que tenían sus discípulos y por eso cuando llegaron a la casa Jesús les preguntó: “¿Qué discutíais por el camino?”

Y el relato nos dice que los discípulos no contestaron al Señor, quizás porque sintieron vergüenza… Quizás Dios nos hará a nosotros exactamente la misma pregunta “¿Qué discutíais por el camino?”…. ¿Te imaginas lo triste que sería si también nosotros tenemos que avergonzarnos ante el Señor guardando un incómodo silencio?

Ahora bien, creo que nos puede ayudar como hermanos y hermanas que buscan la unidad prestar atención al tema sobre el que los discípulos discutían: “Quién sería el más importante, quién sería el mayor”

Creo que esta triste cuestión ha venido persiguiendo al pueblo de Dios durante toda su historia y en ella encontramos algunas implicaciones que dificultan enormemente nuestra unión y fraternidad. Y es que cuando preguntamos como individuos o comunidades “¿Quién es el más importante?” estamos estableciendo categorías entre nosotros; hacemos el camino con una mente competitiva, mirando al otro como mi rival y no como mi hermano.

Cuando en nuestro corazón hacemos esa pregunta, estamos admitiendo que unos somos mejores que otros; que unos somos más grandes que los demás; que la verdad que poseemos sobre Dios es más auténtica que la de mi hermano que no piensa o cree exactamente como yo… Cuando caemos en esta peligrosa dinámica estamos intentando poseer a Dios, amoldarlo según nuestros esquemas mentales o eclesiológicos… Y la verdad es que ninguno de nosotros puede adueñarse de Dios, pensar que posee el monopolio de su verdad, el monopolio de su Persona o de su amor…

Ahora bien, cuando pensamos que unos somos mejores que otros, cuando pensamos que podemos poseer a Dios y encerrarlo dentro de nuestros propios esquemas mentales acabamos creyéndonos que la nuestra es la única verdad que vale y por eso podemos llegar a creer que tenemos el derecho de imponerla a los demás. Entonces es cuando la verdad de Dios que ha de ser fuente de vida y dignidad se convierte en un elemento al servicio de la institución religiosa (tenga ésta el nombre que tenga…), se convierte en la excusa perfecta para alimentar nuestras ansias de poder.

Creo que todas las iglesias cristianas hemos caído a veces en este pecado, y debemos pedir perdón al Señor por ello. Y hemos de pedir juntos a Dios que Él nos enseñe más acerca de la naturaleza de su Reino, aquel que Jesús acercó a este mundo, aquel en el que no hay lugar para la competencia ni la rivalidad, aquel en el que no hay categorías ni barreras entre sus ciudadanos, aquel en el que nadie pretende adueñarse de Dios, sino que es Dios quien se adueña de nosotros, aquel que descansa sobre su misericordia, su justicia y su amor.

El Reino de Dios es aquel en el que uno vive para los demás, porque cuando amamos al hermano estamos amando a Dios mismo. Un Dios que está muy cerca de cada uno de nosotros, Él está caminando a nuestro lado, no le dejemos al margen con nuestras discusiones infantiles. Dejemos que Él nos siga guiando y haciéndonos instrumentos de amor, de paz y de esperanza para este mundo por el cual caminamos juntos. ¡Qué el Señor os bendiga!