por el Arzobispo Jeremiah Ferens
“Venid a mi todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Esta invitación de nuestro Señor y Salvador encuentra eco en todos las enseñanzas y obras de Dios reveladas por medio de las Sagradas Escrituras. ¿Quién puede dar mejor testimonio de la misericordia de Dios sino aquellos que acogieron su llamada o sencillamente fueron tocados por la agracia de Su amor a la humanidad? Los creyentes en Cristo que han vivido la misericordia unificadora de Dios, cuando se encontraron por primera vez en su vida con personas agraciadas con el mismo sentimiento, con frecuencia declaran con mucha alegría en el Señor: “¡Parece que ya nos conocemos desde hace mucho tiempo!” La sensación de ser hermanos es fruto de la misericordia divina. Porque es común a todos los cristianos la experiencia de que la misericordia de Dios nos enlaza en unidad para adorarlo y exaltarlo.
Invito al lector u oyente a hacer conmigo un breve paseo por las Escrituras, que son la principal fuente de la revelación de la misericordia divina.
Los textos bíblicos, tácita o explícitamente, casi en cada perícopa , hacen transparentar a Dios como misericordioso y filántropo, lleno del deseo del bien y la salvación de la humanidad. Esta verdad está bíblicamente centralizada en la acción y las palabras de Jesús, que declaro: “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo unigénito para que todo el que cree em él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).
En el Libro de las Lamentaciones (3,22-23), el Profeta Jeremías deja clara su experiencia: “Las misericordias del Señor son la causa de que no seamos consumidos, porque no se agota la bondad del Señor, no se acaba su misericordia, se renuevan cada mañana, ¡qué grande es tu fidelidad!”.
Por Su misericordia infinita, Dios, que es Transcendente – El Altísimo – está también presente en cada lugar y situación, al alcance del ser humano. Todos los que recurren a Él o se encuentran con Él, Lo descubren como “Amor”, manifestado en obras y palabras maravillosas desde la creación hasta la eternidad. Percibimos el eco de Su Misericordia en el don de la vida, en la configuración del ser humano a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-28), en los dones innumerables, en todas sus obras y palabras. Cada milagro o curación realizados por Jesús es una prueba concreta de la misericordia divina actuando para la humanidad que necesita la salvación. Y cada enseñanza o mandamiento divinos nos conducen por aquel buen “Camino” que es Él mismo (Jn 14,6), en el cual Lo descubrimos también como “la verdad y la vida”, o sea, como fuente eterna de misericordia salvífica, vivificante y reconciliadora.
Vemos la caritativa misericordia de Dios figuradamente revelada en la acción del buen samaritano (Lc 10, 25-37) que cura las heridas del hombre que cayó en manos de asaltantes. Él hace superar al herido las consecuencias del pecado.
La misma bondad de Dios se revela en la actitud del padre misericordioso (Lc 15, 11-32) que acoge al hijo pródigo y restablece la unidad de la familia, incluyendo al hijo mayor que hasta entonces, por ceguera espiritual, vivía como simple empleado en la casa de su padre.
El publicano (Lc 18, 9-17), arrepentido de sus pecados, salió reconciliado con Dios y dispuesto a vivir la unidad fraterna, después de descubrir el valor inefable de la misericordiosa bondad divina que perdona y justifica.
Los dos endemoniados gadarenos (Mt 8, 28-34), bajo la acción de dos demonios, eran tan feroces, tan antipáticos y antisociales que nadie osaba pasar por el camino donde vivían en los sepulcros. Pero, liberados por la poderosa misericordia de Dios, quedaron libres de cualquier obstáculo para vivir en unidad con el prójimo y adorar y exaltar al Señor con todos.
Durante el encuentro con la Samaritana (Jn 4,7-429 junto al pozo de Jacob, Jesús encuentra una manera sencilla de quebrar las barreras religiosas, culturales y otras, para hacer prevalecer la misericordia divina sobre todas las motivaciones humanas. Sencillamente le pide de beber, abriendo así un diálogo que llevó a aquella mujer a descubrir toda su verdad personal y tener el privilegio de conocer al Mesías. Al principio, ella entró en escena como una simple “mujer samaritana”, pero sale de este diálogo misericordioso como conocedora del manantial de “agua viva”, consciente de ser buscada por el Padre para hacer de ella una adoradora de Dios “en Espíritu y en Verdad”.
La misericordia divina de Jesús transformó la vida del cobrador de impuestos Zaqueo (Lc 19, 1-10). Para este hombre pecador y de baja estatura, la curiosidad de ver a Jesús le valió la suerte de recibir en su casa al propio autor del perdón y beneficiarse de la oportunidad de realizar un verdadero proceso de conversión. Analizó y reconoció sus propios errores del pasado, prometió corregirse, ayudar y resarcir principalmente a aquellos a los que había perjudicado. Por lo tanto, se produce también la reconciliación, que es la condición indispensable para la unidad en Cristo.
Ciertamente, la más elevada y preciosa manifestación de la misericordia de Dios está en la obra de salvación realizada por el Hijo Eterno, Nuestro Señor Jesucristo. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (I Jn 4, 9-10. Sin dejar de ser Dios y sin perder nada de Su divinidad, Él se encarnó, haciéndose verdadero hombre. Asumió todas nuestras culpas y se entregó libremente a juicio para ser condenado, crucificado, muerto, sepultado y resucitado al tercer día. El Misericordioso crucificado, incluso cuando sufría dolores mortales, tuvo compasión de la humanidad pecadora y oró: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). ¿Qué amor es este? ¡Qué misericordia es ésta! Tal divina misericordia no está al alcance de las capacidades intelectuales humanas. Es ella la que nos hace pasar de la situación de condenados a muerte eternamente a la situación de los que tenemos vida eterna en Él. La misericordia divina nos convierte en justificados definitivamente, en Jesucristo.
La misericordia de Dios también se manifiesta de forma dramática (Hech 9,1-30) Por amor a Sus fieles perseguidos y en pro de toda la humanidad, cerca de Damasco, el Señor Resucitado hizo brillar una fuerte luz desde el cielo que derribó a Saulo del caballo, mientras le preguntaba: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” – “¿Quién eres, Señor?” – indagó él – – “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer”. Por la misericordia divina, el más temible perseguidor de los cristianos pasa por el proceso de la conversión y se vuelve Apóstol de la Naciones. Y comparte su experiencia con nosotros: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2:20). “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” …Y concluyó que nada ni nadie “nos podrá separar del amor de Dios, quien está en Jesucristo nuestro Señor.” (Rm 8,35-39).
El mismo Señor misericordioso continúa vivo y actuante en medio de nosotros. Basados en las experiencias personales y en las de otros fieles en Cristo, tenemos la certeza de que la misericordia de Dios se realiza hoy para nosotros, incluso en las adversidades que nos depara muchas veces la vida. La misericordia divina en cada momento es aquel bien supremo que nos proporciona la energía necesaria para “vencer al mal con el bien” (Rom 12, 21).
Nuestras capacidades intelectuales y nuestras palabras humanas son insuficientes e incapaces de expresar quien es Dios y los frutos de nuestra vida en Él. Su amor no ignora, no marginaliza ni descarta a nadie. Ya sean buenos o malos. Por eso, un cristiano que tiene una verdadera vida en Dios no rechaza nunca a cualquier ser humano, sea quien sea. Es atrayente, según el modelo del propio Cristo misericordioso. Por lo tanto, permitamos hablar con elocuencia y triunfar en nuestros corazones la infinita misericordia de Dios que nos enlaza en la unidad y nos lleva a adorarlo y exaltarlo en Espíritu y en Verdad, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.