Dos observaciones preliminares:

a – Como hablo como cristiano católico, me permito informaros de que mi alocución arranca de una proclamación de fe, diciendo: Jesús es mi Maestro.

b – Por lo tanto, tomo el tema de mi intervención del Evangelio de Jesucristo según San Juan, 13,34, dirigiéndose a sus discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo» (cf, también Lev 19,18). Esta afirmación, combinada con Dt 5, la retomó Jesucristo para expresar lo esencial de la Ley de Moisés (ver también Mt 22,37-39), es decir, el principio fundamental de esta Ley, que Jesús vino a cumplir y no a derogar (Mt 5,17)

La novedad de esta enseñanza:

Mientras que Moisés apoya sus directrices en la Ley, Jesús fundamenta toda su enseñanza en el amor, que él mismo practica: «como yo os he amado». Jesús demuestra una confianza muy especial en sus discípulos, que él llama sus amigos. Les lava los pies (Jn 13,1-20). A sus hermanos y amigos, les hace confidencias. Les invita a servir a los demás como él les ha enseñado: un servidor no es mayor que su amo (Jn 13,16). Los discípulos gozan de una amistad íntima con Jesús, el Señor.

Este Señor demuestra la misma confianza hacia nosotros. Desea establecer con nosotros la misma relación profunda que estableció con sus discípulos; además nos invita a continuar su obra. ¿Nos damos cuenta de que depende de nosotros en gran parte, que su mensaje llega a través de nosotros a las generaciones del mundo de hoy? ¡Ésa es nuestra vocación! Con Jesucristo, ese mandamiento ya no está limitado a tal pueblo o a tal otro. Debe llegar a todo el género humano. Debe tocar los corazones de todos los hombres, gracias a nuestro testimonio. Jesús cuenta con nosotros. Ese amor que nos ha mandado él mismo, será lo único que construya la paz en el mundo y lo único que realice la unidad entre los hombres.

Aquel con quien Pablo se encontró en el camino de Damasco, constituye el único camino a seguir para cambiar de ruta y convertirse a Quien es el camino, la verdad, y la vida. Sí, ese camino, esa verdad y esa vida no son diferentes de la persona que resucitó y venció a la muerte. Este encuentro inesperado de Pablo con el Señor, en el camino de Damasco, cambió completamente la vida de Saúl y todos sus proyectos hostiles. No es una conversión de orden moral, psicológico y disciplinario, sino que es más bien una profunda perturbación de orden espiritual y, en consecuencia, de orden existencial. En adelante, Cristo se apodera de toda la vida de Saúl. Y Pablo explica cómo ese encuentro le colma totalmente. Lo que Pablo quería ser encuentra su verdad en el interior de Aquel que se mostró a él. A partir de esta verdad, convertida en realidad para él, Pablo llega a afirmar que todo lo que ha sido, lo consideraba como pérdida a causa de ese bien que sobrepasa todo: el conocimiento de Cristo. mi Señor (Flp 3,8). Este conocimiento de Cristo construye la comunión con Él. Saúl se entrega a Cristo y acepta depender de Él hasta reconocer su supremacía sobre toda su vida. En el encuentro con Jesús, el Resucitado, Pablo experimenta al hombre nuevo.

Se trata, pues, de reconocer a Cristo resucitado y el poder de su resurrección, de comulgar con sus sufrimientos y de volverse semejante a Él en su muerte (Flp 3,10). Esta muerte entra en el movimiento de la kenosis, es decir, del abajamiento y de la muerte en la cruz. Pablo comprende que, por su resurrección, Jesucristo es aquel que se ha entregado con todas sus fuerzas, con todo su corazón y con toda su voluntad, por la pasión y no por la Ley, para merecer ser el justo por excelencia. Quien quiera seguir a Cristo, debe pasar necesariamente por el camino de la cruz y de la pasión: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24; Mc 8,34).

Después de su radical conversión, Pablo ya no corre hacia una meta que se hubiera fijado él mismo – perseguir a los cristianos por todas las partes donde se encontraran-, sino hacia una meta que el Señor Jesús le indica. Pablo se daba ya cuenta de que, si se lanzaba, lo haría por obediencia a una llamada por parte de Jesús, que le había amado tanto y que había dado la vida por él para asegurarle la vida eterna.

La unidad, fruto del amor

Sí, el amor divino nos reúne en la unidad. En su carta a los Efesios, capítulo 3, San Pablo nos recomienda que nos enraicemos en el amor. Porque ese amor nos hace capaces de conocer la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, que sobrepasa todo lo que se puede conocer. Seremos colmados de ese amor hasta penetrar en la plenitud de Dios (Ef 3, 17-19), es decir, en la unidad con Dios. En efecto, seremos uno, como Cristo lo es con su Padre: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, a fin de que lleguen a la unidad perfecta» (Jn 17, 21-26).

Esta unidad, a nivel de la familia, de la comunidad de la iglesia y de la humanidad es la señal del hombre interior que construyen en nosotros el amor de Cristo y nuestro arraigo en él. Estas dos realidades hacen que Cristo establezca su morada en nuestros corazones (Ef 3, 16-17) para llenarnos de la plenitud de Dios (Ef 3,19) y hacernos templo del Espíritu. Así, Jesús y su Padre nos transforman en una morada para ellos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23)

Queridos amigos:

Este encuentro fraternal, esta peregrinación a Grecia, que no tiene ningún carácter oficial, sino que está organizado amablemente por el movimiento de «La Verdadera Vida en Dios» y especialmente por su presidenta, la Sra. Vassula Rydén,constituye de todas formas una gracia para todos nosotros. Queremos vivirla como tal y rogar juntos por la unidad del género humano. Es Él, el Señor, quien nos llama a vivir este encuentro como una gracia extraordinaria. Sí, queremos vivir juntos esta gracia para compensar la ignorancia y la desconfianza recíprocas de las generaciones de los siglos pasados. A pesar de nuestras divergencias, a veces profundas, sabemos que todos somos amados por Dios, redimidos por su Hijo Jesucristo y animados por su Espíritu de amor.

En muchos casos, sobre todo durante nuestras peregrinaciones comunes a Roma, a Moscú, hoy a Grecia y mañana a otros lugares, hemos adquirido estima y amistad los unos con los otros; hemos encontrado una asombrosa libertad para interpelarnos mutuamente sobre los puntos que nos dividen. No podemos minimizar el espacio de la doctrina en nuestros diálogos; pero conviene asignarle su justo espacio en nuestro caminar juntos hacia la verdad. El Espíritu de Dios, espíritu de amor, nos conduce por el camino recto. Tengamos el coraje de obedecerlo, porque es el Espíritu de Dios, que quiere salvarnos a todos juntos.

Se ha dicho: «nadie es una isla». Somos todos miembros de un mismo cuerpo, todos hermanos unos de otros. Nadie puede ser feliz solo. Estamos todos salvados por Aquel que ha vencido a la muerte y nos ha merecido la vida. El reto no es únicamente la unidad de los creyentes; es también, y sobre todo, el testimonio que damos en común hacia afuera, el testimonio de que somos todos hermanos de una misma familia e hijos de un mismo Dios, proclamado y profesado por unos y desconocido por otros. El amor mutuo predicado y recomendado por el único Salvador, es el fundamento de la salvación de los hombres: «amaos unos a otros como yo os he amado». (Jn 13, 34).

Para lograr esto, tenemos que purificar nuestra memoria personal y comunitaria, en primer lugar, por el perdón recíproco. Este perdón es la condición necesaria para el florecimiento del amor divino en nosotros, que se traduce por la caridad fraterna, que lo excusa todo (I Cor 13,5 y 7), y confiesa la verdad en el amor (Ef 4, 15), guiado por el Espíritu de Dios (Jn 16,13).

Para concluir, confieso que la purificación que se nos pide a través del perdón recíproco, sólo se realiza después de una oración piadosa que salga del fondo del corazón colmado de amor, porque sólo ese corazón construye la unidad perdida y ardorosamente buscada hoy, para que el mundo crea.

Gracias por vuestra atención.

 

Simon Atallah, oam

Arzobispo maronita emérito

de Baalbek y del norte de la Béqaa (Líbano)