POR EL ARZOBISPO E. MILINGO (Romano Católico)
Considero una gran fortuna estar hoy con vosotros, en la Tierra Santa. También considero un gran privilegio poder decir algo sobre la Unidad, que es lo que deseó el Fundador de nuestra Iglesia, Jesús el Cristo. Él expresó lo que llamamos ‘la última voluntad de Jesús’, Su larga oración al Padre, en el capítulo 17 de Juan.
Nuestro interés particular se centra en Sus palabras de los versículos 20 y 21: «Oro no sólo por éstos, sino también por aquellos que por las palabras de éstos, creerán en mí. Que todos sean uno. Padre, que ellos sean uno en nosotros, como Tú estás en Mí y Yo estoy en Ti, para que el mundo crea que fuiste Tú quien Me ha enviado.» Tenemos que distinguir dos clases de unidades, distinción que va en contra de la palabra unidad misma. Cuando decimos «unidades» entonces estamos hablando de amalgamas. (Pero creo que en el año 2000 podemos añadir un nuevo vocabulario.) Permítanme decirlo de esta manera: Hay una unidad que proviene de causas externas, y otra unidad que se basa en la naturaleza de una cosa o de un ser. (Sigamos teniendo presente la palabra unidad, al tiempo que la transformamos en identidad, lo que nos lleva a la misma identidad. La identidad, como la misma igualdad puede ser fácilmente manifestada por mis características: un africano, por ejemplo, mi identidad tribal, etc.)
Cuando hablamos de un documento de identidad, nos referimos a un papel en el que están escritos mis datos, y para completarlo, se requiere mi foto en él. La unidad, entre mi documento de identidad y yo mismo, es sólo una débil conexión entre yo y mi documento de identidad, en base a una convención. Pero hay otra identidad que realmente proviene de mi ser, de mis parientes según la sangre. Somos uno porque venimos del mismo padre y la misma madre. Venimos de las mismas raíces, con patrones característicos similares que vienen a través de nuestra llegada a la existencia. Puedo perder mi tarjeta de identidad, pero no mi tarjeta de relación sanguínea.
En las palabras de Jesús, donde dice: «Que ellos sean uno en nosotros, como Tú estás en Mí y Yo estoy en Ti», Jesús está hablando de la naturaleza de Su nuevo pueblo, cuya unidad se basará en la unidad de la Naturaleza Divina. Por lo tanto, la naturaleza de la Iglesia debe ser idéntica a la naturaleza de la unidad de Dios. Los primeros cristianos entendieron este hecho, en el 4º capítulo de los Hechos, versículo 32, dice: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma…» La identidad pública de la Iglesia también debe retratar esta unidad como un signo de la misión divina de Jesús. Por lo tanto, Él continúa diciendo: «Para que el mundo crea que fuiste Tú quien me ha enviado».
La confirmación de la Misión Divina de Jesús tenía dos enseñanzas muy importantes. Algunos preferirían llamarlos pancartas. La primera era que debíamos creer que Él era el Cristo, el ungido, el Mesías, y que «Él tenía palabras de vida eterna, un mensaje de salvación». Así Él se describió a Sí Mismo en Lucas 4:8 “Adorarás al Señor, tu Dios” que a su vez refleja el decreto de Isaías 61:1-2: «El Espíritu del Señor me ha sido dado, porque Él me ha ungido. Él me ha enviado a llevar la Buena Nueva a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos y a los ciegos, a liberar a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor».
Todos nosotros aquí hemos continuado haciendo exactamente lo que Jesús hizo, predicar la Buena Nueva. Pero hay más, la otra pancarta, que debía ser la identidad de la fundación. La Iglesia, dondequiera que estuviera, debía estar impregnada por esa unidad proveniente de la naturaleza de Aquellos que eran uno con Jesús: el Padre y el Espíritu Santo. Así es como Él lo expresa en Juan 16, 13-15: «Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, Él os conducirá a la verdad completa, ya que Él no hablará por Su cuenta, sino que sólo dirá lo que ha oído; y Él os hablará de las cosas por venir. Él Me glorificará, ya que todo lo que Él os diga será tomado de lo que es Mío. Todo lo que el Padre tiene es Mío, por eso dije: Todo lo que Él os diga será tomado de lo que es Mío». Las Personas trinitarias poseen todo en común, en unidad.
Todo lo que Cristo fundó, pertenece a la Trinidad. La colectividad personal de cualquier iglesia, supuestamente fundada en la misión de Cristo, no puede ser verdaderamente la Iglesia de Cristo, si no incluye en su concepto que los miembros de su iglesia están en unidad con el resto de la iglesia que Jesús ha fundado. Para ser una iglesia válida, debe tener la misma filosofía de unidad que la que tenía Cristo. Predicar el Evangelio y llevar al pueblo a la unidad es también un mandato. Cristo continúa diciendo: «Padre, que sean uno en nosotros, como Tú estás en mí y yo estoy en Ti, para que el mundo crea que fuiste Tú quien me ha enviado»: En este versículo Jesús alude al respeto que Él tenía por su Padre, quien lo había enviado a unir a la humanidad.
La unidad de la humanidad, a través de la presencia de la Iglesia en el mundo, da alegría al Padre, y el Padre debería estar feliz con la obra de Jesús. Sin embargo, imaginaos con qué frecuencia el Padre le puede estar diciendo a Jesús: «Mira la obra de tus manos, los miembros de la Iglesia que estableciste están todos los días amenazando el cuello de los demás. Se están degollando unos a otros. Siempre peleándose, señalándose con el dedo unos a otros». Nosotros estamos aquí para dar consuelo a Jesús. Queremos acatar Su voluntad, y realizar las intenciones que Él tenía cuando estableció la Iglesia «Seremos uno, como Jesús es uno con el Padre y el Espíritu Santo».
Concluyamos con las palabras más inspiradoras de San Pablo a Fil. 2:1-5. «Si nuestra vida en Cristo significa algo para vosotros, si el amor puede persuadiros en absoluto, o el espíritu que tenemos en común, o cualquier ternura y simpatía, entonces estad unidos en vuestras convicciones y unidos en vuestro amor, con un propósito común y una mente común. Eso es una cosa que me haría completamente feliz. No debe haber competencia entre vosotros, ni vanidad; sino que todo el mundo debe negarse a sí mismo. Considera siempre que la otra persona es mejor que tú para que nadie piense primero en sus propios intereses, sino que todo el mundo piense en los intereses de los demás». 2: 1-5. «If our life in Christ means anything to you, if love can persuade at all, or the spirit that we have in common, or any tenderness and sympathy, then be united in your convictions and united in your love, with a common purpose and a common mind. That is one thing which would make me completely happy. There must be no competition among you, no conceit; but everybody is to be self-effacing. Always consider the other person to be better than yourself so that nobody thinks of his own interests first, but everybody thinks of other people’s interests instead».
ARZOBISPO E. MILINGO